
La irrupción de herramientas como MidJourney v6 y Stable Diffusion 3 ha transformado radicalmente el paisaje de la creación visual. Estos modelos de inteligencia artificial, capaces de generar imágenes hiperrealistas o fantásticas a partir de instrucciones escritas, han roto los procesos de creación en el campo del arte. Estas inteligencias artificiales, son entrenadas con millones de imágenes sin distinción entre archivos de dominio público y obras protegidas por derechos de autor, produciendo composiciones visuales en segundos, con un grado de fidelidad estética que pone en tensión nuestras nociones de imaginación, técnica y estilo. Sin embargo, este aparente avance técnico viene acompañado de una serie de tensiones autorales, éticas, ecológicas y políticas que reclaman una reflexión urgente.

Durante 2023, las huelgas de actores y guionistas en Hollywood visibilizaron de manera contundente el impacto social de la IA en los sectores culturales. La protesta no solo denunciaba el uso no consensuado de rostros y voces para generar contenidos automatizados, sino también la amenaza estructural que representa una tecnología que, al replicar el trabajo artístico sin compensación, erosiona los cimientos laborales de la industria creativa.

Al mismo tiempo, la Unión Europea ha comenzado a legislar el uso de la IA generativa, exigiendo transparencia en los contenidos producidos, trazabilidad de datos de entrenamiento y responsabilidad legal ante usos indebidos. Esto incluye requerimientos de declarar si una imagen, texto o video fue generado por IA, así como la obligación de contar con licencias para usar ciertos datasets. Estas medidas apuntan a frenar el vacío legal en torno a la autoría y los derechos de imagen, pero siguen siendo insuficientes frente a la naturaleza descentralizada y opaca de los datasets utilizados por estas tecnologías, donde confluyen obras de artistas vivos, archivos históricos, memes, patrones publicitarios y más.

La IA generativa también nos interpela desde su doble naturaleza: es, por un lado, una tecnología de aceleración capitalista, pero por otro, un instrumento que puede ser apropiado por colectividades, artistas y movimientos sociales para imaginar nuevos modos de intervención en lo sensible, empunjándola como una herramienta de imaginación radical, permitiendo especulaciones visuales sobre mundos no narrados, memorias desplazadas o cuerpos que el régimen de representación tradicional ha borrado. Es necesario pensar cómo reorientar sus usos hacia prácticas emancipadoras, donde la automatización no reproduzca el extractivismo digital, sino que habilite formas de creación que desborden sus marcos normativos.

No obstante, estas potencialidades se encuentran atravesadas por un debate ecológico ineludible. El entrenamiento y operación de estos modelos requieren cantidades astronómicas de energía, almacenamiento y procesamiento, contribuyendo a una huella de carbono que contrasta violentamente con la apariencia inmaterial de las imágenes generadas. A esto se suma el extractivismo digital: la explotación de trabajadores anónimos encargados de etiquetar, moderar y limpiar los datos que alimentan los algoritmos.
En manos de colectivos, activistas o comunidades marginadas, la IA puede ser una herramienta para subvertir los discursos hegemónicos de representación visual, para crear archivos alternativos o ficciones insurgentes. La inteligencia artificial no debe ser leída sólo como un agente neoliberal de producción en masa, sino como un campo de disputa, donde también se juega la posibilidad de reimaginar el presente.

En este escenario, la IA creativa se convierte en un espacio de disputa: entre la apropiación corporativa y el uso colectivo, entre la aceleración tecnocapitalista y la pausa reflexiva, entre la repetición automática y la apertura a lo imprevisible. La pregunta no es si debemos usar o no la inteligencia artificial, sino cómo, con qué criterios éticos, con qué formas de redistribución simbólica y material, y sobre todo, para qué imaginarios posibles la ponemos a trabajar.