En Le sang d’un poète (1930), Jean Cocteau no solo filma una historia imposible, sino que escribe con la imagen un poema cinematográfico que rompe la frontera entre lo real y lo imaginario, entre el cuerpo y el signo, entre el lenguaje y el sueño. Esta obra no se narra: se despliega como una experiencia de transfiguración donde el cine deviene herida visible, inscripción poética y territorio espectral.

Cocteau se sitúa en el límite donde la imagen no ilustra ni representa, sino que piensa. Como plantea Andrea Soto Calderón en La performatividad de las imágenes (2020), “las imágenes que piensan no lo hacen en el orden del discurso, sino en el modo en que se configuran como acontecimiento sensible”. En este sentido, Le sang d’un poète se aleja radicalmente del relato para abrir un espacio de aparición: la imagen se vuelve gesto, presencia fugitiva, signo que se pliega sobre sí mismo. No hay una historia lineal, sino una constelación de episodios, figuras y símbolos que resisten la clausura del sentido.

El filme habita, como diría Tom Gunning en su texto “The Cinema of Attractions” (1986), un modo de espectatorialidad anterior a la narración psicológica: el cine como “atracción visual” donde el montaje y el artificio no ocultan su maquinaria, sino que la exhiben como parte de una poética de lo visible. En lugar de construir una ilusión de mundo, Cocteau opta por una serie de “interrupciones” en la percepción ordinaria, desarticulando el tiempo, dislocando el espacio, y haciendo del rostro un territorio performativo. El rostro del poeta se borra, se abre, se multiplica, se graba: deviene imagen-viva.

En esta lógica, el espejo, el mármol, el dibujo animado, el cuerpo caído o suspendido, son más que elementos de una iconografía surrealista. Son lo que Georges Didi-Huberman, en Lo que vemos, lo que nos mira (1992), denomina imágenes que nos interpelan: “no se trata solo de lo que vemos, sino de lo que nos devuelve la mirada desde la imagen, de su potencia de aparecer como herida, como abismo de sentido”. Cada plano, cada objeto animado, cada ojo que se cierra o se abre, nos enfrenta a una zona de lo real que ya no se deja fijar.
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Lejos de querer comunicar una verdad estable o reproducir el mundo, Le sang d’un poète se instala en el intervalo donde el cine toca el enigma de la creación: “una película no está hecha para ser comprendida, sino para ser sentida como una herida”, dirá el propio Cocteau. Herida que no cierra, que se repite como trazo, como ritmo, como gesto inacabado. En este acto de abrir la imagen al pensamiento poético, Cocteau convierte el cine en un médium de lo imposible: el lugar donde el poeta puede morir y volver, donde la estatua respira, donde la sombra escribe.
Referencias precisas:
- Gunning, Tom. “The Cinema of Attractions: Early Film, Its Spectator and the Avant-Garde”, Wide Angle, vol. 8, nos. 3–4, 1986, pp. 63–70.
- Didi-Huberman, Georges. Lo que vemos, lo que nos mira. Madrid: Cátedra, 1997.
- Soto Calderón, Andrea. La performatividad de las imágenes. Barcelona: Metales Pesados, 2020.