
La obra de Lucila Quieto se sitúa en un cruce profundamente conmovedor entre memoria, ausencia y deseo. En Arqueología de la ausencia (2001–2009), la artista tensiona a la fotografía hasta convertirla en un ejercicio de duelo, una práctica de reparación simbólica y una operación poética de restitución. Hija de Carlos Quieto, militante de Montoneros desaparecido por la dictadura cívico-militar argentina en 1976, Lucila nació meses después del secuestro de su padre. Nunca hubo una imagen de ambos juntos. Su obra parte de esa ausencia radical, de la imposibilidad de una fotografía familiar.

Mediante el montaje digital y la manipulación de retratos de archivo, la artista se inserta en fotografías de su padre, generando escenas en las que aparece junto a él, como si el tiempo pudiera replegarse sobre sí mismo y suturar la fractura histórica que los separa. El resultado no es una fantasía, ni una ilusión óptica, es un acto ético y político. Quieto no falsifica la historia, la interpela. No simula un pasado que no fue, sino que lo convoca en su falta.

Esta arqueología de la ausencia no se limita a excavar restos. No busca desenterrar lo oculto en el sentido arqueológico tradicional, sino construir lo que nunca fue posible. Es una arqueología constructiva, no restauradora. Como señala la artista, las imágenes familiares, ese “relato que va trascendiendo en la historia de las familias”, no existían en su caso. Faltaban. Y en esa falta se inscribe su angustia, pero también su gesto artístico, al producir las imágenes que faltan, para afirmar el derecho a imaginar lo que el terrorismo de Estado negó.

El trabajo de Quieto opera dentro de lo que Marianne Hirsch ha llamado posmemoria, una memoria heredada que, sin ser vivida directamente, marca profundamente la subjetividad de quienes la reciben. Su intervención no es sólo testimonial o conmemorativa, sino que se vuelve restituyente. La imagen se transforma en un lugar de encuentro entre padre e hija, no en el pasado, sino en un presente que habilita el afecto. Ese gesto, profundamente amoroso y político, coloca su obra en el linaje de artistas como Gustavo Germano o Marcelo Brodsky, pero con una especificidad radical, el deseo de concretar una imagen junto a su padre, no como evidencia histórica, sino como acto vital.

Su práctica artística se vincula directamente con los usos del archivo como espacio de disputa. Quieto no se limita a conservar imágenes, las interviene, las desnaturaliza, las habita. El archivo no es un repositorio neutral, es un campo de batalla afectivo. Su gesto muestra que la imagen no es solo documento, sino deseo, necesidad, política.

Arqueología de la ausencia es, en última instancia, una obra que nos obliga a pensar qué es una fotografía. ¿Una prueba? ¿Un recuerdo? ¿Un montaje afectivo? Quieto propone que también puede ser una reinvención de lo que nunca se dio. Una imagen imposible. Porque fue buscada. Porque fue construida. Porque fue necesitada.

Desde la mirada bourdiana, las imágenes creadas por Quieto operan desde una refuncionalización del retrato, lo que debía permanecer en el ámbito privado (una foto familiar) se vuelve documento público, testimonio político, archivo sensible. Se trata, como sugiere Halbwachs, de una memoria encarnada en imágenes que funcionan como marcos colectivos para la rememoración.

La obra de Lucila Quieto, entonces, no es solo una arqueología de la ausencia, sino también una poética del deseo. Sus retratos no reemplazan lo perdido, lo enfrentan. No nos devuelven a los desaparecidos, pero los evocan en relación con los cuerpos vivos de sus hijas e hijos. Esa evocación, fragmentaria y visible en su construcción, produce una confusión temporal que, lejos de ser un error, es el lugar exacto donde ocurre la reparación.

Jean-Paul Sartre afirmaba que imaginar es una forma de posesión mágica. En las imágenes de Quieto, esa magia no oculta la tragedia, la hace presente. No hay simulacro, sino insistencia. No hay retorno del padre, sino invención del lazo. Cada foto es una forma de decir, estuvimos juntos aunque no se pudo. Y esa afirmación, en su fragilidad, es una de las intervenciones estético-políticas más potentes de la memoria contemporánea.
Su obra no se inscribe en una estética de la melancolía, sino en una ética del deseo. Un encuentro más allá del tiempo, donde la fotografía no documenta el pasado, sino que lo reimagina desde el amor.