
Una Z y dos ceros es una de las películas menos conocidas del cineasta galés Peter Greenaway. Es una obra donde la obsesión por el cuerpo y la muerte, el erotismo y la imagen pictórica conviven en un zoológico simbólico de pulsiones humanas. La película se instala como una rareza inquietante, donde el cine se emancipa de las convenciones narrativas para entregarse al exceso, a la imagen barroca, al signo proliferante.

Un par de zoólogos y hermanos gemelos, Oswald y Oliver Deuce, sufren la muerte de sus esposas en un bizarro accidente automovilístico, el auto choca contra un cisne blanco, símbolo de pureza, de fábula, de alquimia. En el mismo percance, Alba Bewick, conductora del vehículo, pierde una pierna. Pero más que una mutilación física, se trata de una fractura estética, Alba no soporta la ruptura del equilibrio geométrico de su cuerpo, y decide amputarse la otra pierna para restituir una forma ideal. La belleza, en Greenaway, es una forma de locura.

Alba se convierte en la amante de ambos hermanos, y el triángulo erótico muta en una especie de laboratorio afectivo donde la culpa, el deseo y la pérdida configuran una escena de excesos visuales y filosóficos. Los gemelos, incapaces de procesar la muerte a través del lenguaje emocional, se hunden en una obsesión malsana con la evolución y la descomposición. Se dedican a observar, registrar, filmar la putrefacción de frutas, insectos, animales y, finalmente, planean documentar su propia descomposición. El conocimiento se transforma en pulsión de muerte. La ciencia como religión de lo mórbido.

En paralelo, comienzan a liberar animales del zoológico donde trabajan, cebras, rinocerontes, mariposas. Esa liberación no es solo literal, sino metafórica, cada criatura que escapa rompe el orden del mundo, abre una fisura en el ecosistema del control, de la clasificación taxonómica.
Una Z es la última letra del alfabeto, así como alegóricamente también la primera de otro ciclo y dos O se remite a los gemelos (Oliver y Oswald) como al vacío, son puntos de origen y de final. La película se mueve como un palíndromo, sin progreso, sin clímax, sin redención. Como un organismo en putrefacción que se devora a sí mismo mientras es contemplado.

La fotografía de Sacha Vierny es una pintura flamenca, con claroscuros y simetrías que nos recuerdan a Vermeer, quien también es invocado directamente en la trama. La música de Michael Nyman, punzante, obsesiva, reiterativa, no acompaña la imagen, la atraviesa, la atormenta. La estética greenawayana, heredera del arte clásico y a la vez profundamente posmoderna, crea un universo cerrado, cargado de referencias, intertextualidad, mitología, religión, ciencia y arte.

Greenaway conjura el imaginario de Tod Browning (Freaks), de Diane Arbus y su mirada hacia la belleza de lo monstruoso, de Cirlot y su lectura simbólica del cisne. Todo convive en un mismo plano sin jerarquía. El cuerpo amputado de Alba, el dálmata atropellado, el orangután sin brazo, el hombre sin piernas vestido de blanco, son variaciones de una misma obsesión, la fragilidad de la forma, la dislocación de la armonía clásica, la imposibilidad de habitar un cuerpo que no sea símbolo.

Lo que queda es un réquiem fílmico que comienza y termina sin aire. Un artefacto inclasificable que exige entrega. Que exige mirar la descomposición no solo del cuerpo, sino del sentido.
