
En Algo viejo, algo nuevo, algo prestado, Hernán Rosselli construye una obra que disuelve las fronteras entre lo documental y la ficción, explorando las posibilidades narrativas del archivo doméstico como medio para intervenir en la memoria colectiva y familiar. Al igual que en su anterior película Mauro (2014), Rosselli regresa al mundo marginal y cotidiano de quienes viven “al sur del sur”, como si habitualmente la periferia fuera no solo geográfica, sino también histórica y política.
Lo que en un principio se presenta como una crónica de sucesión dentro de un negocio familiar las apuestas clandestinas, deviene rápidamente en una excavación sensible y crítica del entramado emocional y simbólico que rodea a una familia en tránsito, los Felpeto, personajes reales, interpretándose a sí mismos, devenidos ficciones. En este sentido, la película plantea una paradoja fundamental, ¿cómo puede la representación ficcional alcanzar una verdad emocional más precisa que el documento directo?

Rosselli, junto con sus coeditores Federico Rotstein y Jimena García Molt, despliega un trabajo de ensamblaje minucioso donde las películas caseras de los años 80 se articulan con escenas filmadas en el presente, sin jerarquía temporal. La superposición del tiempo pasado sobre el presente y viceversa, permite que la historia se desenvuelva como un tejido narrativo con ecos de la tradición oral, en donde los silencios familiares y los secretos emergen entre líneas. Aquí, el cine no sólo documenta, sino que reconstruye la memoria desde sus fisuras y ausencias.
La figura del padre muerto, especie de patriarca ausente, se convierte en eje estructurador de un duelo íntimo. La hija, Maribel, es el nodo sensible que activa una arqueología afectiva y política. En su búsqueda por desentrañar lo que el padre dejó sin resolver, la protagonista encarna la tensión entre continuidad y ruptura generacional, entre complicidad y resistencia. Rosselli le otorga voz a quien usualmente queda al margen del relato en los universos masculinizados del crimen —la hija, la madre—, y a través de ellas se articula una crítica sutil a las lógicas patriarcales de la violencia y el poder.
No hay romanticismo ni estética cool, hay cuerpos reales, espacios asfixiantes y una cámara que observa con atención documental pero interviene con decisiones de ficción. Esa hibridez formal es uno de los mayores logros de la película, no se presenta como un artefacto puramente experimental ni tampoco como una crónica sociológica. Es una novela familiar visualmente fragmentada, con capas de sentido que invitan a ser reconstruidas.

La potencia política del film está en su capacidad para reflexionar sobre el final de una época. La decadencia del negocio de la quiniela clandestina, acosado por nuevas formas de control y vigilancia estatal, funciona como una metáfora del ocaso de un modo de vida sostenido en la informalidad, el secreto y la lealtad. Lo que Rosselli documenta es también un momento de transición cultural, el pasaje de una Argentina que se sostenía en circuitos alternativos y afectivos a una otra donde la vigilancia, la legalidad y la digitalización disuelven esas formas de vínculo.
La película no propone una tesis clara ni cierra su relato con respuestas; por el contrario, deja abierto un espacio para la incertidumbre. ¿Es posible reconstruir la verdad desde los fragmentos rotos de un archivo íntimo? ¿Puede una hija reescribir la historia de su padre sin quedar atrapada en ella?