
En Lázaro de noche, Nicolás Pereda es una apuesta por el desvío, el desacomodo y la indefinición entre los territorios de la ficción y la performance. La película se presenta como una pieza minimalista y deliberadamente fragmentaria, construida desde un juego metacinematográfico en el que actores, personajes y cineasta cohabitan un espacio de indeterminación.
El punto de partida —tres actores rondando los cuarenta que audicionan para una película— se convierte pronto en una excusa para desplegar una red de relaciones personales, literarias y simbólicas que operan más como resonancias. Pereda permite que los acontecimientos fluyan con la lentitud y la densidad de la vida, encallando a propósito en silencios prolongados.

El tono es seco, casi hermético, con largas tomas de sobremesas, hasta producir un efecto de extrañamiento. En esta dilatación del tiempo cotidiano, ¿Qué significa representar un recuerdo? ¿Quién es el sujeto que desea? Esta insistencia en lo mínimo, en lo aparentemente improductivo, es su gesto estético, es una resistencia al ritmo y a la eficacia.
La irrupción de una versión torcida del cuento de Aladino —incrustada dentro del relato mediante procedimientos que dislocan la relación entre sonido e imagen, entre lo actuado y lo recordado— refuerza el carácter especular de la película. Esta fábula dentro de la fábula funciona como un intersticio narrativo que revela una dimensión latente, una historia de deseos, proyecciones materno-filiales y tensiones afectivas que se entretejen con las múltiples capas del relato principal. Lázaro de noche también puede leerse como una reflexión sobre el deseo de narrar y sobre las imposibilidades de representar lo íntimo.
Esa dimensión autorreflexiva se hace explícita con la inclusión del actor Gabriel Nuncio en el papel de un posible alter ego del propio Pereda. Este movimiento introduce una capa de ironía que se suma al humor frío y casi invisible que recorre el filme.

La experiencia de Lázaro de noche es exasperante para las estructuras definidas, encuentra su armonía en la repetición, el desvío y la bifurcación. El filme, como la pieza de música experimental que aparece dentro de él, rehúye la forma canónica y prefiere la deriva, el eco, la repetición y la ruptura. Es ahí donde Pereda encuentra su armonía, en la rareza de lo cotidiano, en los intersticios entre palabra e imagen, en los pliegues del tiempo donde la realidad y la ficción dejan de ser opuestas.