
En Todo documento de civilización, Tatiana Mazú González construye un ensayo fílmico que subvierte los lenguajes del documental tradicional, hibridando a una poética del duelo con una crítica a las condiciones materiales que produce el Estado en los márgenes de la urbanidad. La directora nos sitúa en La Matanza, como territorio simbólico donde la violencia estructural del Estado se materializa y se perpetúa. El caso de Luciano Arruga es presentado como síntoma, como un eco de la opresión institucional, donde el urbanismo, la policía y los archivos actúan como dispositivos de control, exclusión y muerte.
El título, es una cita a Walter Benjamin “Todo documento de civilización es al mismo tiempo un documento de barbarie”, y se convierte en clave interpretativa del proyecto. Mazú pone en escena esa tensión entre lo visible y lo invisible, entre los documentos que legitiman el orden y las vidas que ese mismo orden excluye o aniquila. La elección de fragmentar la narración, de desligar sonido e imagen, es una apuesta estética y política, la cual nos revela la imposibilidad de narrar linealmente una historia que ha sido sistemáticamente descompuesta por la violencia estatal. Este gesto de desarticulación —que opera sobre la imagen, la banda sonora y la cronología— interpela al espectador, y al cine como forma de representación y archivo.

El relato se despliega en un descenso que condensa el proceso de degradación sistemática de las condiciones de vida en los márgenes. Este recurso introduce una estructura temporal invertida, una suerte de arqueología del presente que excava hacia el origen de la violencia. Esta temporalidad regresiva se articula con una dimensión onírica, en donde el barrio es visto desde el casco de un astronauta, como si la tierra fuera un planeta inhabitable. Todo documento de civilización plantea una exploración inversa, una expedición hacia los cuerpos, los afectos y los territorios expulsados de esa historia.
Mazú González, opera en la intersección entre lo íntimo y lo estructural. La figura de Mónica Alegre, madre de Luciano, funciona como eje gravitacional del filme, no tanto por su centralidad narrativa, sino por su voz, su mirada, su tenacidad para no dejar que la desaparición de su hijo sea borrada por los discursos oficiales. En sus palabras se condensa una política del archivo otra, una práctica de resistencia que no se inscribe en los expedientes judiciales, sino en los cuerpos que marchan, en los gritos, en los documentos que circulan en la calle, en el fuego que alumbra rostros invisibilizados.
El montaje a cargo de Manuel Embalse refuerza este gesto político-estético, haciendo convivir imágenes de manifestaciones con planos contemplativos, mapas con registros domésticos, testimonios con documentos institucionales. El film privilegia una lógica de evocación, donde las imágenes no explican, resisten, perturban.

Todo documento de civilización también es una crítica al urbanismo como forma de violencia simbólica y material. La Avenida General Paz, con su promesa de progreso y modernización, se revela como una línea de exilio interno, una frontera trazada para separar los cuerpos deseables de los indeseables, la ciudad del suburbio, la vida del descarte.