
La figura de Lee Godie (1908–1994) constituye un caso paradigmático de cómo el arte puede emerger en los márgenes de la institucionalidad y reconfigurar la relación entre vida y creación. Su irrupción en las escaleras del Art Institute de Chicago en 1968, proclamándose “impresionista francesa” y equiparándose a Monet o Cézanne, no debe leerse únicamente como gesto excéntrico, sino como una estrategia consciente de inscripción simbólica en un canon que históricamente le estaba vedado. En este gesto performativo, Godie interpela la estructura misma de legitimación artística y desplaza los límites entre museo y calle, entre artista reconocida e invisibilización social.

La producción de Godie —dibujos, collages y autorretratos en cabinas fotográficas— revela un trabajo sistemático de construcción identitaria. Como señala Hal Foster (1996), el impulso archivístico en el arte contemporáneo opera precisamente al rescatar materiales fragmentarios para reinscribirlos en una narrativa personal y colectiva. Godie, a través de su práctica, activa un archivo autobiográfico hecho de gestos mínimos, retratos en serie y la constante reinvención de sí misma como personaje. Cada autorretrato es al mismo tiempo documento y ficción, evidencia y performance.

El carácter ritual y “mágico” de la venta en la vía pública convierte su práctica en un ejemplo temprano de lo que Nicolas Bourriaud (1998) conceptualizó como estética relacional, la obra se expande en la interacción con el público, en la conversación y el acto de intercambio mismo. En este sentido, Godie encarna una resistencia activa a las lógicas de mercado e institucionales, generando un espacio alternativo de socialización del arte en las calles de Chicago.

La posterior musealización de su obra —exposiciones retrospectivas en la galería Carl Hammer y en el Chicago Cultural Center en los años noventa— visibiliza una tensión central, es decir cómo el sistema del arte integra lo que originalmente había sido rechazado o relegado.