
En La desaparición de Josef Mengele, Kirill Serebrennikov aborda uno de los capítulos más oscuros del siglo XX con una decisión estética que evita deliberadamente el espectáculo del horror. Basada en la novela de Olivier Guez, la película se aparta del tono sensacionalista que con frecuencia acompaña las narrativas sobre criminales nazis para construir, en cambio, un retrato frío, áspero y profundamente inquietante de la banalidad del mal en su fase más grotesca, la del verdugo que, tras la derrota, intenta convertirse en un fantasma.

Lejos de recrear los crímenes de Mengele con morbo o exceso visual, Serebrennikov opta por seguir al personaje en su lenta evaporación histórica, acompañamos su huida, su vida clandestina en América Latina, sus alianzas frágiles, sus paranoias, su decadencia física y psicológica. El resultado es un anti-biopic que no busca explicar al monstruo sino exponer la textura de su fuga, el vacío moral que sostiene su existencia y la red de complicidades internacionales que permitió su supervivencia.

La puesta en escena destaca por un equilibrio calculado entre distancia y proximidad. La cámara observa más de lo que subraya, registra más de lo que interpreta, dejando que el espectador experimente el tedio, la miseria y el patetismo de un hombre que intenta preservar una identidad que ya no tiene lugar en el mundo. Esta estrategia convierte a la película en un dispositivo crítico que denuncia la continuidad de los discursos racistas, los apoyos económicos y las redes de protección que hicieron posible que Mengele siguiera viviendo sin rendir cuentas.

Serebrennikov rehúye a las explicaciones psicológicas; entiende que el terror de Mengele no reside en una mente excepcionalmente perversa, sino en la normalización del pensamiento genocida. Por eso, el film muestra con sutileza cómo el médico nunca abandona su lógica eugenésica, mediante su lenguaje, sus gestos y sus reflexiones dejan entrever que, incluso en la derrota, sigue convencido de la legitimidad de su visión del mundo. Esta persistencia lo vuelve aún más perturbador.

La coproducción franco-alemana-mexicana-uruguaya se siente también en el territorio visual, a través de escenarios cambiantes, atmósferas densas y un desplazamiento geográfico que convierte a la diáspora criminal en una suerte de mapa del cinismo del siglo XX. La película no pretende ser un thriller ni una pieza de denuncia explícita, sino un retrato clínico de un hombre huyendo de una condena histórica.

La desaparición de Josef Mengele plantea una pregunta incómoda ¿qué significa representar al perpetrador sin caer en la fascinación? Serebrennikov responde con una ética austera, consciente de los riesgos y decidida a sostener el rigor narrativo. Su película es inquietante por lo que nos obliga a pensar, recordándonos que la violencia extrema no termina con la guerra, sino que continúa en las grietas de la memoria, en las omisiones de los Estados y en la persistencia de ideologías.




