
Con Romería, Carla Simón cierra una trilogía íntima y luminosa sobre la pérdida —iniciada con Verano 1993 y continuada con Alcarràs— para adentrarse esta vez en la zona más dolorosa y opaca de su propia biografía. La cineasta vuelve al territorio difuso de la memoria familiar, pero ahora desde un lugar más frontal, desde la reconstrucción de la historia de sus padres biológicos, ambos muertos de sida en los años ochenta. El resultado es una película valiente, profundamente personal, que se asoma al duelo, al estigma y a la potencia reparadora de la imaginación.

Marina es una joven de 18 años que viaja en 2004 a Vigo para conocer a la familia de su padre, casi completamente desconocida para ella. Allí se encuentra con un clan burgués marcado por el silencio, la vergüenza y la hipocresía. El abuelo, patriarca autoritario; la abuela, guardiana inflexible de una moral rígida; los tíos y primos, atrapados entre lo que saben y lo que prefieren callar. Marina, con una cámara de video en mano, documenta ese territorio extraño donde cada gesto revela una mentira vieja, un secreto pulido por décadas de negación.

Simón estructura Romería como un viaje de capas superpuestas, iniciando con la investigación de Marina en 2004; los fragmentos del diario íntimo de su madre; y los flashbacks que reconstruyen, con un tono casi onírico, la historia de amor turbulenta de sus padres. En estos pasajes retroactivos, la directora apuesta por una estilización que coquetea con el melodrama, la ensoñación y el espíritu desbordado de los años ochenta, mezclando el sexo, la heroína, la libertad y la autodestrucción.

La cámara real de Marina se mezcla con la cámara imaginada de Simón; el recuerdo se funde con la puesta en escena; la ficción abre un espacio donde los muertos pueden volver y ser mirados sin miedo.

En ese sentido, Romería es también una película sobre el poder del cine para restituir aquello que la vida arrebató. Cuando Marina sube a la azotea de un edificio frente al mar y se encuentra allí con sus padres, Simón logra uno de los momentos más bellos de su filmografía, mediante un gesto de reparación íntima, casi ritual.

La fotografía de Hélène Louvart, aporta un grano sensible que oscila entre la bruma gallega y la luz estival. La música de Ernest Pipó acompaña sin invadir, dibujando una atmósfera de introspección que recuerda por momentos a Dolor y gloria de Almodóvar.

Romería es una película sobre la memoria y sus huecos; sobre el derecho a imaginar lo que se nos negó; sobre la posibilidad de romper el estigma sin exigir culpables. Simón observa, escucha, interroga y comprende.
