
Con Sirat: Trance en el desierto, Oliver Laxe vuelve a internarse en un territorio liminal donde lo místico, lo político y lo sensorial se entrelazan hasta borrar sus contornos. Ganadora del Premio del Jurado en Cannes y seleccionada por España para representar al país en los Oscar, la película confirma a Laxe como uno de los cineastas más radicales del cine europeo contemporáneo, capaz de concebir una odisea techno que desafía cualquier lógica narrativa convencional.

La premisa parece simple, Luis (Sergi López) llega con su hijo Esteban (Bruno Núñez) a una rave perdida en las montañas del sur de Marruecos. Buscan a Mar, hija y hermana, desaparecida hace cinco meses en esos mismos territorios de trance y libertad. Lo que podría ser un drama íntimo deviene muy pronto en un viaje alucinatorio donde el desierto y el sonido funcionan como fuerzas metamórficas. La película, filmada en un hipnótico Super 16 mm por Mauro Herce, avanza como un espejismo, donde lo visible vibra, se derrite, se fragmenta. Los cuerpos parecen moverse en suspensión, arrastrados por una pulsión que recuerda tanto a las free parties de los setenta como a un ritual de paso hacia un más allá desconocido.

Laxe, junto con Santiago Fillol, construye un relato que se despega pronto del realismo para adentrarse en un espacio donde la búsqueda se convierte en un trance físico y espiritual. La entrada de Luis y Esteban en la comunidad de travellers funciona como una especie de adopción emocional, mediante un grupo de marginados que avanzan hacia lo más profundo del desierto como quien se interna en una parábola. El título Sirat, que alude al puente que todas las almas deben cruzar en el Día de la Resurrección, no es una metáfora discreta, es el eje desde el que el film piensa la fragilidad humana, la pertenencia y la caída.

Su primera mitad es de una potencia casi mística, visualmente demoledora, sonora hasta lo orgánico, sensible al desamparo sin renunciar a una dimensión política. Pero, a medida que avanza, Sirat se endurece y Laxe tuerce el relato hacia una zona de violencia brutal, desoladora.
La música de Kangding Ray, la edición precisa de Cristóbal Fernández y un diseño sonoro que envuelve al espectador completan un dispositivo sensorial que se siente como una experiencia física.

Laxe continúa expandiendo los límites del cine europeo con una obra que se atreve a pensar el desierto como archivo de memoria, rito de duelo y espacio político donde los cuerpos bailan y se pierden para intentar, una y otra vez, volver a encontrarse.
