
En Dos extraños, dos estaciones, Shô Miyake entrega una obra de una delicadeza infrecuente, mostrándonos un film construido desde la respiración pausada, desde el gesto mínimo y desde esa sensibilidad japonesa que hace de lo efímero un territorio para la revelación interior. Basada en los relatos de Yoshiharu Tsuge, la película despliega un díptico emocional que se refleja a sí mismo, como si el cine fuera aquí un espejo de agua en el que la identidad, la memoria y el acto de crear se hunden y reaparecen transformados.

La primera mitad se presenta como una fábula veraniega de tintes minimalistas. Nagisa llega a un pueblo costero atravesado por mares grises y trenes lejanos. Allí conoce a Natsuo. Entre ambos se teje un vínculo tan frágil como la luz que cae sobre la arena, entre silencios prolongados, ramen compartido, un faro suspendido en la bruma. Hay ecos del romanticismo contenido de Wong Kar-wai, aunque aquí Miyake prescinde de la estilización barroca para concentrarse en una mirada más austera, casi ascética.

Hasta que algo se quiebra.
La textura de la imagen se enfría, los colores se vuelven metálicos y aparece Li, una guionista que escribe —y reescribe— la historia de amor que acabamos de ver. La película se pliega sobre sí misma, es una ficción que se revela como artificio, la memoria como borrador, la vida como un manuscrito en permanente reformulación. Lo que parecía un drama íntimo se transforma en un ensayo sobre el acto de narrar.

En su búsqueda de sentido, Li viaja a las montañas, donde conoce a Benzo, un hombre silencioso y atormentado, digno heredero de un universo dostoyevskiano. Entre ambos se produce un encuentro donde la palabra apenas tiene lugar, mostrándonos cenas sin diálogo, miradas que no terminan de encontrarse. Pero es precisamente esa contención la que abre espacio para una pregunta central ¿qué hacemos con aquello que no sabemos decir? Li lo resume en una frase escrita en su libreta:
“A veces escribo para recordar, a veces para olvidar. Siempre escribo para que algo, aunque sea solo el viento, me devuelva la mirada.”

Ese gesto resume la poética del film. Dos extraños, dos estaciones está atravesada por la conciencia de la belleza efímera y de la pérdida inevitable. Como un haiku cinematográfico, Miyake se niega a capturar lo eterno, su cámara, manejada con paciencia monástica por Yûta Tsukinaga, observa el mundo sin domesticarlo, permitiendo que el tiempo se extienda más allá de lo narrativamente funcional. La demora se vuelve aprendizaje, donde nos invita a habitar el instante en lugar de consumirlo.

En este dispositivo doble —verano e invierno, Nagisa y Natsuo, Li y Benzo— la película adquiere la forma de un kōan, una parábola que no busca necesariamente una respuesta, sino una disposición contemplativa. Aun así, en su ascetismo late también un romanticismo inesperado, donde la naturaleza se vuelve eco del estado interior de los personajes, un paisaje emocional más que geográfico.

Ganadora del Leopardo de Oro en Locarno y celebrada en festivales de San Sebastián, Busan, São Paulo y Hong Kong, Dos extraños, dos estaciones confirma a Shô Miyake como una de las voces más sensibles del cine japonés actual. Una película pequeña en apariencia, pero de una resonancia profunda, es un recordatorio de que la creación es un gesto frágil, repetido, inacabado. Una forma de volver a mirar.
