
Con Underground, Emir Kusturica firmó una de las sátiras políticas más ambiciosas, desbordadas y controvertidas del cine europeo contemporáneo. Estrenada en 1995, en pleno conflicto de los Balcanes y galardonada con la Palma de Oro en Cannes, la película funciona como una fábula grotesca sobre medio siglo de historia yugoslava, iniciando desde los bombardeos nazis en Belgrado durante la Segunda Guerra Mundial, pasando por el periodo de Tito, hasta llegar a la desintegración del país en los años 90.

El relato sigue la amistad entre Marko y Petar (Blacky), dos partisanos cuya vida se tuerce cuando se refugian en un sótano durante la ocupación alemana. Lo que inicia como una estrategia de supervivencia se convierte, por obra de la ambición de Marko, en una gran mentira, todo inicia cuando Marko convence a decenas de personas de que la guerra continúa, manteniéndolas bajo tierra durante décadas mientras él asciende como figura prominente en la nueva Yugoslavia comunista. Ese sótano es el eje simbólico de la película, es una cueva platónica donde una comunidad entera vive entre sombras, atrapada en una realidad fabricada por el poder.

Kusturica convierte esta premisa en un carnaval delirante donde conviven el humor negro, el absurdo balcánico y un realismo mágico plagado de símbolos, dejándonos ver animales desorientados en medio del bombardeo, un chimpancé que recorre toda la historia como testigo inocente, un tanque construido con piezas de todas las regiones de Yugoslavia, o un trozo de tierra que se desprende al final, flotando como un país partido para siempre. La imaginería es excesiva, barroca, onírica, y cargada de lecturas políticas.

La película se sostiene en las interpretaciones de Miki Manojlović y Lazar Ristovski, quienes encarnan a Marko y Petar como dos fuerzas contrapuestas, primero el manipulador oportunista y después el héroe partisano incapaz de comprender el mundo nuevo que lo rodea. Alrededor de ellos, Kusturica articula una sátira feroz sobre el nacionalismo, la mitología heroica y las distorsiones ideológicas que atraviesan a Yugoslavia. Su mirada no es complaciente con nadie, ya que cuestiona al comunismo titista, se burla de la ineficiencia de la ONU y señala también la hipocresía de Europa. Está allí la ambigüedad que ha acompañado siempre a Underground, una obra que muchos han leído como retrato incómodo de la identidad serbia.

La banda sonora de Goran Bregović es un personaje más. Sus fanfarrias estridentes, sus ritmos frenéticos y sus coros gitanos atraviesan toda la película como una fuerza vitalista que convierte el horror en carnaval y la tragedia en danza, subrayando el tono grotesco del relato. Kusturica filma el caos con una energía casi musical, haciendo que el humor y el dolor convivan en la misma escena sin suavizar la brutalidad histórica que los sostiene.

En su estructura tripartita —La Guerra, La Guerra Fría y de nuevo La Guerra— Underground propone que la historia yugoslava es un ciclo interminable de violencia y manipulación. “Esta historia no tiene final”, afirma la película en sus últimos minutos, dejando ver que el trauma colectivo no se cierra, siempre se fractura, se dispersa, se transforma y persiste.
Provocadora, excesiva, lúcida y profundamente trágica, Underground es una obra total, una parábola caótica donde lo político y lo carnavalesco se mezclan hasta volverse indistinguibles. Kusturica convierte la historia de Yugoslavia en un mito moderno, tan desbordado como las pasiones que lo atraviesan. A más de treinta años de su estreno, sigue siendo una película indispensable para comprender la manera en la que el poder fabrica, oculta y destruye las realidades que habitamos.
