Las estrategias éticas en el documental transmedia requieren entender que la narración ya no es lineal ni controlada desde un solo punto de enunciación. El texto subraya que la ética se juega en la manera en que se organiza la mediación, la implicación del yo y la visibilidad. Esto significa que el problema no es únicamente qué se muestra, sino cómo se construyen los vínculos entre quienes narran, quienes son narrados y quienes participan en la circulación de la obra.
La ética ya no puede pensarse únicamente en el momento de producción de la imagen o del sonido, sino en todo su recorrido. Cuando una narración se despliega en múltiples plataformas, la imagen deja de ser un objeto estable; se convierte en un acontecimiento que se reactiva cada vez que aparece en un nuevo contexto. Lo mismo sucede con el sonido, que puede pasar de ser testimonio íntimo a convertirse en ruido de consumo emocional si cambia el marco de escucha.
La representación del otro en el documental transmedia no puede asumirse como un gesto inocente. En un entorno transmedia, donde la narrativa se expande y se reactiva en distintos soportes, esta pregunta se vuelve aún más compleja, porque el otro no solo es representado, sino que también puede convertirse en usuario, coautor o receptor activo del relato. La frontera entre sujeto que narra y sujeto narrado se vuelve móvil.
Hacer visible el proceso de registro revela las condiciones bajo las cuales la imagen ha sido producida. Esa transparencia evita la ilusión de objetividad y abre la posibilidad de que el espectador comprenda la posición desde la cual se mira. Cuando la narrativa transmedia permite versiones múltiples o incluso contradictorias de un mismo acontecimiento, reconoce que la verdad no es única ni estable. Esto ayuda a desmantelar modelos de representación que fijan identidades, especialmente cuando se trata de comunidades históricamente silenciadas.
La noción de ética de la mirada y la escucha nos señala que cada acto de representación es, antes que nada, una relación. Mostrar no es neutro. Mirar implica posicionarse frente a otro, y esa posición abre un espacio para la corresponsabilidad.
Decir desde qué cuerpo, qué historia y qué posición se narra es un gesto político que habilita una relación justa con quienes participan en el relato. Representar al otro se trata de habilitar un espacio donde su presencia pueda producir sentido en sus propios términos. En el documental transmedia, esto implica diseñar dispositivos que permitan formas de participación, coautoría o acompañamiento. El otro es una persona que sostiene una historia y una memoria. La obra solo es ética cuando ese vínculo se mantiene vivo durante todo el proceso, incluida la circulación.
Debemos de tener cuidado con las imágenes ya que convertir el sufrimiento ajeno en una imagen bella o impactante puede generar distancia en lugar de empatía. También se encuentra el riesgo de apropiación de experiencias, donde la voz del realizador eclipsa la voz de quienes son retratados. La sobreexposición es otro punto crítico, especialmente cuando la obra circula en redes o espacios donde la imagen puede repetirse sin límite.
No todo debe mostrarse ni definirse. Dejar espacios no narrados puede ser una forma de proteger memorias vulnerables o experiencias que no pueden traducirse completamente en imagen o palabra. La opacidad es un derecho, no una ausencia.
La circulación es el punto crítico. Una imagen que en un contexto funciona como memoria viva o herramienta de reparación puede convertirse, en contenido descontextualizado, consumido de manera rápida o incluso irónica. La exposición puede transformar el sufrimiento en espectáculo. Esto es resultado de las lógicas de viralidad, repetición y fragmentación propias del ambiente digital. Por eso, la responsabilidad ética no puede reducirse al momento del rodaje. Es necesario acompañar el trayecto de la imagen, para negociar sus usos, delimitar sus espacios, establecer acuerdos de consentimiento que no sean únicos, sino continuos.
Un documental transmedia ético exige sostener acuerdos con quienes aparecen en él. No solo en el momento de filmación, sino en los posteriores usos, adaptaciones y desplazamientos de la obra. La representación justa no se centra en dar voz, porque el otro ya tiene voz. Se centra en generar las condiciones para que esa voz pueda escucharse sin ser encuadrada, corregida o absorbida por la mirada del autor.
La cuestión de la autoría en estos proyectos también se reconfigura. En el documental transmedia, nadie “posee” la historia de manera total. Las comunidades representadas, los realizadores, los programadores de plataformas, e incluso los espectadores que redistribuyen la obra, participan en la creación de sentido. La pregunta ética no es solo quién cuenta, sino cómo se sostiene esa relación en el tiempo. Si la obra se expande, ¿también se expande el cuidado? Si la imagen se transforma, ¿quién se hace responsable de la nueva forma que adquiere? Las comunidades deben poder negociar sus límites a lo largo de todo el proceso. Esto requiere crear vínculos estables, basados en la coautoría y el respeto mutuo.
El montaje sonoro puede acompañar la voz de alguien o puede moldearla para producir una emoción predeterminada. Esto implica preguntarse si el sonido está sirviendo al testimonio o si está utilizándolo.
El contexto ético del documental transmedia exige pensar la imagen y el sonido como relaciones vivas que no terminan cuando la obra se publica. La ética se sostiene en la capacidad de cuidar la imagen del otro a lo largo de su circulación.
La pregunta final que organiza este problema no es cómo representar al otro, sino cómo relacionarnos con él durante la construcción del relato. La ética aparece cuando la imagen y el sonido no capturan a alguien, sino que acompañan su presencia. Allí el documental transmedia deja de ser un dispositivo de extracción y se transforma en un espacio compartido de memoria, tiempo y responsabilidad.














