
El sonido al caer, ganadora del Premio del Jurado en Cannes, es un poema fúnebre sobre lo que resuena incluso cuando ya no está, sobre aquello que cae, un cuerpo, una vida, una época, y cuya vibración permanece, como un eco persistente que se filtra a través de generaciones.
La premisa es aparentemente sencilla, mostrándonos la vida de cuatro chicas, Alma, Erika, Angelika y Lenka, nacidas en tiempos distintos, viven su juventud en la misma granja en la región de Altmark. Lo que podría ser una saga familiar lineal se transforma, gracias al trabajo de montaje y puesta en escena, en una arquitectura temporal quebrada, permeada por fantasmas, repeticiones y reverberaciones. La casa es un organismo, una herida, un archivo y una tumba. En sus paredes se acumulan traumas, silencios y violencias que se infiltran.

Schilinski rehúye a la cronología para construir un flujo continuo donde los tiempos se contaminan entre sí. A través de movimientos de cámara que recorren pasillos como si fueran conductos de memoria, y de voces en off femeninas que surgen desde distintos momentos históricos, la directora construye una textura densa, casi táctil, donde el pasado no explica el presente, sino que lo acecha.
La historia de Alma, una niña que vive justo antes de la Primera Guerra Mundial, establece el origen de ese temblor, donde el trauma surge en el accidente autoinducido del hermano, creado para no ir a la guerra, creando un castigo permanente, una la violencia soterrada en la familia, donde se impone la religiosidad extrema. Luego aparece el punto de vista de Erika, cuya vida rural está marcada por una inquietante fascinación por el tío Fritz. Más tarde, Angelika vive los años ochenta de la RDA con un deseo incontenible de escapar y una sensualidad que no cabe en el mundo que la rodea. Lenka, en la actualidad, hereda la vibración trágica de todas ellas, marcando su paso por la granja la cual está rodeada de un destino que parece ya escrito en los cuerpos de sus antepasadas.

El sonido al caer es una narración que acompaña a sus imágenes que funcionan como fragmentos en un altar dedicado a aquello que se perdió. El formato 4:3 intensifica la sensación de encierro, y el trabajo fotográfico de Fabian Gamper alterna entre nitidez y grano para construir un espacio casi metafísico, donde la imagen misma se quiebra o se espesa según la intensidad de los recuerdos.
En el corazón de la película está la pregunta filosófica que le da título ¿hay sonido cuando algo cae y nadie lo escucha? Schilinski responde con una operación estética, donde ese sonido sí existe, pero solo puede oírse a través de las vidas que arrastra, de los gestos que se repiten de generación en generación, de los cuerpos que vibran como membranas del tiempo. El sonido es la memoria misma.

En una escena clave, Alma descubre la fotografía de una hermana fallecida que nunca conoció. Es una imagen doble, perturbadora, donde la madre aparece temblorosa por el movimiento. Esa fotografía, mitad retrato, mitad fantasma, funciona como símbolo del dispositivo fílmico, como un modo de mostrar la coexistencia de los tiempos, la superposición de presencias, el temblor que deja la historia en quienes vienen después.
El film explora la memoria alemana sin recurrir a los grandes relatos nacionales; lo hace desde lo íntimo, lo doméstico, lo corporal. La violencia histórica se manifiesta en los gestos mínimos, en un temblor en la mano, en un sudor probándose a escondidas, en una caminata al río que deviene en tragedia.

El último momento de la película, nos muestra a dos niñas que miran al sol mientras el viento atraviesa los campos, funciona como una epifanía radical. Es imagen de nacimiento y de muerte, de deslumbramiento y ceguera, de caída y ascenso.
Schilinski entrega una obra monumental, exigente y profundamente sensorial. Una película que invita a escuchar el tiempo por lo que resuena cuando todo parece haber desaparecido.
