
Desde su publicación en 1936, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica de Walter Benjamin se ha convertido en uno de los textos fundamentales para comprender las transformaciones que la técnica introduce en la experiencia estética, en la circulación cultural y en la relación entre arte y política. Sin embargo, la contemporaneidad digital, dominada por flujos algorítmicos, plataformas de distribución masiva, redes sociales e inteligencia artificial generativa, ha modificado las condiciones que Benjamin describió.
La tesis del autor —la pérdida del aura como consecuencia de la reproducción técnica— sigue siendo actual, pero hoy se encuentra atravesada por fenómenos que rebasan el horizonte analítico del siglo XX, la automatización perceptual, los modelos generativos, la estetización total de la vida cotidiana, la producción estadística de la atención y la creación automatizada.
Benjamin define el aura como la “unicidad irrepetible” de la obra, vinculada a su existencia en un lugar y un tiempo específicos. Con la reproducción técnica —fotografía, cine, imprenta—, esa singularidad se desvanece. En la cultura digital, esta pérdida es total, todo puede copiarse, descargarse, compartirse o remediarse sin fricción ni degradación.

Sin embargo la contemporaneidad produce otras formas de aura que no reposan en la unicidad del objeto, sino en la experiencia, mediante transmisiones en vivo, performances efímeras en plataformas digitales, irrupciones inesperadas del glitch como residuo de la materialidad técnica. La “aura del stream” desplaza el valor estético hacia la fugacidad y la colectividad.
Del mismo modo, la economía digital ha intentado reinstalar la unicidad a través de tokens criptográficos y NFT. Pero esta unicidad no es ontológica, sino contractual; no deriva del objeto, sino de un acuerdo sobre su propiedad digital. En este sentido, la era digital reconfigura el aura como atributo económico.
Benjamin anticipó que la técnica modificaba el modo de recepción del arte, sustituyendo la contemplación por una percepción distraída. En el cine, decía, el espectador recibe impactos, shocks, interrupciones que fragmentan la experiencia y redistribuyen la atención.
Las redes sociales llevan este diagnóstico al extremo. El scroll infinito constituye una forma de percepción permanentemente interrumpida, donde la imagen no es objeto de contemplación sino estímulo dentro de un flujo continuo. La obra deja de ser obra para convertirse en unidad de atención, optimizada por algoritmos que ajustan su duración, su estética y su pregnancia afectiva.
Ya no es solo la técnica la que transforma la experiencia estética, sino la estadística predictiva la que produce un régimen perceptual automatizado.
En Benjamin, la pérdida del aura implica el desplazamiento del arte desde su función ritual hacia una función política. El arte reproducible puede movilizar a las masas; puede intervenir en la esfera pública y disputar significados.

Hoy, sin embargo, la situación es más compleja, donde la política misma ha sido absorbida por la lógica de las imágenes reproducibles. Las campañas electorales, los discursos públicos y las prácticas militantes están atravesados por estéticas digitales —memes, transmisiones en tiempo real, videos virales— que reconfiguran la esfera política en una economía de afectos y visualidades.
La imagen deja de ser documento para convertirse en arma. Videos de violencia policial, testimonios de desapariciones, transmisiones desde zonas de guerra o catástrofes circulan con una inmediatez que altera la relación entre testimonio, memoria y justicia. Pero esa misma circulación posibilita la manipulación, pone de manifiesto a los deepfakes, bots, propaganda microsegmentada. La reproductibilidad técnica es un campo de disputa por la verdad y por el control de la memoria.
Si la modernidad convirtió la obra en un objeto reproducible, la cultura digital la convierte en dato. Las imágenes se manifiestan como flujos de información que circulan entre servidores, bases de datos, redes distribuidas y dispositivos personales.
La obra es un archivo que puede ser analizado, indexado, etiquetado, predecido. Su valor reside en su procesabilidad. En lugar de original y copia, lo que existe es un continuum de versiones, remixes, variaciones y capas de circulación.
En este contexto, la reproductibilidad técnica se expande hacia la reproductibilidad algorítmica, donde las imágenes se adaptan, se recomponen o se seleccionan en función de criterios invisibles al espectador.

La IA generativa constituye el salto más radical respecto al contexto analizado por Benjamin. Mientras la técnica del siglo XX reproducía obras humanas, la IA produce nuevas imágenes, textos y sonidos a partir del archivo cultural colectivo. Es un modo de creación que no se fundamenta en la experiencia singular del artista, sino en la estadística agregada de millones de imágenes previas.
Este modelo desafía las nociones modernas de autoría, estilo y originalidad. La obra ya no es expresión de un sujeto, sino de un modelo entrenado; no es un acto creativo, sino un cálculo probabilístico. Aquí no desaparece solo el aura, sino la autoridad del creador como fuente de sentido.
Para el arte contemporáneo, esto abre zonas de conflicto y experimentación, donde la posibilidad de trabajar con el error del modelo, con la opacidad del algoritmo o con la resistencia del archivo.
Si la reproductibilidad técnica, en Benjamin, democratiza el acceso al arte, en la era digital lo que se democratiza es el acceso al archivo. La imagen deja de ser un objeto autónomo para integrarse en sistemas de memoria colectiva, mediante bases de datos, repositorios, redes sociales, clusters algorítmicos.
La posmemoria encuentra en este entorno un terreno fértil para intervenir el archivo, reescribirlo y fracturarlo. Y es aquí donde el error —glitch, ruido, distorsión, borramiento, pixelación— se convierte en estrategia estética y política. El fallo expone la materialidad técnica, revela el dispositivo, rompe la continuidad del flujo visual.
El error es, así, un acto de resistencia frente a la lógica de optimización y eficiencia que determina la producción algorítmica de imágenes. De este modo, la lectura de Benjamin se desplaza hacia un horizonte donde la técnica ya no solo reproduce, sino que controla; donde la circulación de imágenes no solo democratiza, sino que vigila; donde el archivo no solo conserva, sino que predice.

La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica sigue siendo una herramienta teórica para comprender el vínculo entre arte, técnica y política. Sin embargo, la contemporaneidad digital exige actualizar sus categorías. La pérdida del aura se transforma en desplazamiento del valor; la distracción deviene entrenamiento algorítmico; la politización del arte se convierte en estetización de la política; la reproducción da paso a la generación automática; el archivo se vuelve modelo.
En la era algorítmica, la obra ya no existe como singularidad ni como copia, sino como flujo, dato y predicción. La crítica benjaminiana no pierde vigencia, sino que adquiere una nueva profundidad, permitiéndonos analizar cómo el régimen contemporáneo de imágenes configura subjetividades, distribuyendo percepciones y produciendo formas de poder simbólico que atraviesan todas las esferas de la vida.
Actualizar a Benjamin es una práctica crítica que permite interpretar el presente en su compleja intersección entre técnica, memoria, archivo y creación. Su pensamiento continúa siendo un instrumento para comprender cómo la técnica transforma al arte y las condiciones de la experiencia humana ante ella.
