Marshall McLuhan no solo pensó los medios; los encarnó. Su obra se construyó como un acto performativo, donde la teoría se volvió arte conceptual, la crítica devino forma, y la escritura, un campo de experimentación sensorial. Más que un académico, fue un cartógrafo del presente: alguien que dibujó los contornos invisibles del entorno mediático contemporáneo cuando aún no tenía nombre.

McLuhan comprendió que cada tecnología no es solo una herramienta, sino una extensión de nuestros sentidos, una prótesis cultural que reorganiza la percepción y reconfigura el mundo. “El medio es el mensaje” no es una consigna, sino un corte epistemológico: un desplazamiento del contenido hacia la forma, de lo que decimos a cómo se nos forma mientras lo decimos.

En sus textos, que funcionan como collages de ideas, refranes, paradojas y citas disonantes, McLuhan trabajó con la intuición de un poeta y la precisión de un ingeniero eléctrico. Entendía la tipografía, la radio, la televisión y más tarde la informática no como canales neutros, sino como ambientes totales que modelan los vínculos sociales, los hábitos de pensamiento y la configuración del yo.

Su método —intuitivo, fragmentario, alucinado por momentos— fue una forma de arte conceptual en sí mismo: pensar en mosaico, operar por resonancia, conectar lo impensado. La aldea global, la galaxia Gutenberg, el hombre obsoleto, el antiambiente: cada uno de estos conceptos es una escultura semiótica, un artefacto de percepción crítica.
En tiempos donde el discurso tiende a simplificar, McLuhan defendió la complejidad del pensamiento como experiencia estética. Su obra es un arte de la anticipación, de la discontinuidad, de la velocidad. Y su legado, una invitación a pensar no solo con la razón, sino con los sentidos, con el cuerpo, con la textura misma de los medios que habitamos y que nos habitan.