
Richard Billingham irrumpe en la escena del arte contemporáneo británico de los años noventa con una obra que parece contradecir todas las convenciones del “buen gusto” fotográfico, mediante imágenes granuladas, mal iluminadas, torpes en su composición, pero honestas. Su serie Ray’s a Laugh no es una etnografía afectiva del desencanto, una arqueología de la clase obrera británica golpeada por el desmantelamiento del Estado de bienestar. El hogar, lejos de ser un refugio, aparece como un campo de batalla donde se sedimentan el alcoholismo, la precariedad laboral, la desilusión y el tedio. Sin embargo, lo que podría leerse como una exposición brutal del dolor íntimo —un “voyeurismo de la miseria”— se transforma, en manos de Billingham, en un gesto de profunda empatía y comprensión.

Su trabajo se posiciona en el umbral entre el testimonio y la catarsis.“Empecé a tomar fotos como referencia para mis cuadros”, explica, “pero terminé usándolas como una forma de entenderme a mí mismo y a mi familia”. Esto resume las tensiones más poderosas de su obra, resume la mirada documental que, sin dejar de ser testigo, es también afectiva. El archivo de su vida doméstica no es neutral; está cargado de implicaciones emocionales que lo hace éticamente complejo, incómodo.

En Ray’s a Laugh, el archivo se vuelve anarchivo, en el sentido en que Derrida o Steyerl lo entenderían, en donde no es un depósito estático de memorias, sino como una zona de fricción donde se reactiva lo vivido a través de la violencia, de la tragedia. El cuerpo del padre —Ray— aparece una y otra vez como símbolo de una masculinidad colapsada, encerrado en su habitación, bebiendo homebrew de un balde junto a la cama. La madre —Liz— se ausenta, cansada del lamento y del alcohol. El hermano menor vaga entre empleos mal pagados. Billingham documenta todo esto sin juicio, con la mirada de quien conoce el terreno desde adentro y busca entenderlo más allá de la vergüenza.

Hay una economía ética en Billingham en la fotografía de su familia, la cual no lo distancia, sino para se acerca de otro modo. El carácter significativo que él busca en su obra radica precisamente en esa tensión de mostrar lo que duele sin hacerlo pornografía del dolor. El espíritu del que habla no es trascendencia, sino materialidad, en el cuerpo erosionado del padre, en el silencio resignado de la madre, en la inercia del hermano. Son figuras que no caben en los relatos heroicos ni en las estadísticas de movilidad social, sino que flotan en un presente suspendido, como residuos.

El gesto de Billingham no puede desvincularse de su contexto histórico, de una la Inglaterra de Thatcher y post-Thatcher, donde el desempleo estructural y la desintegración del tejido social convierten al hogar en un lugar de encierro más que de protección. La fotografía, en este sentido, no sólo documenta una situación sino que la interpreta desde una posición ambigua, en la que el artista sigue retornando a su archivo familiar como un modo de elaborar la deuda simbólica con su origen.

En un tiempo donde lo íntimo suele estar mediado por la autocensura del algoritmo o la espectacularidad del trauma digitalizado, Ray’s a Laugh funciona como un contrapunto incómodo y necesario. No busca conmover, pero conmueve. No pretende ser político, pero politiza. En la precariedad estética de sus imágenes se cuela una ética del cuidado, una forma de mirar sin apropiarse, de representar sin traicionar.


