
El trabajo de Fabián Cháirez representa una ruptura con las narrativas visuales hegemónicas que han definido el arte mexicano. Nacido en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, en 1987, Cháirez ha desarrollado una práctica pictórica que desborda los límites de la representación del cuerpo, la identidad y el deseo.

Cháirez articula una estética política, que se ancla en la visibilización de cuerpos históricamente subalternizados, personas racializadas, identidades sexodisidentes, feminidades disidentes y masculinidades vulneradas. Cuerpos, tradicionalmente excluidos, adquieren en su obra una centralidad provocadora, una sensualidad, fragilidad, fuerza y ambigüedad que se mezcla de barroquismo visual y una narrativa crítica.

Uno de los aspectos más potentes es su capacidad de tensionar los imaginarios nacionalistas y machistas que han sostenido las representaciones del cuerpo masculino en el arte mexicano. Obras como La Revolución —en la que representa a Emiliano Zapata montado en un caballo con tacones y desnudo— confrontan de manera frontal los símbolos patrios, abriendo fisuras, para volviéndolos porosos en la diferencia, en deseo queer, en la memoria no normativa.

Esta operación de desplazamiento no es gratuita, ocurre en un país donde el machismo, el racismo y el clasismo estructuran las relaciones sociales, y las formas de representación y circulación de la imagen. Al pintar cuerpos morenos, afeminados, travestidos y erotizados, Cháirez subvierte el régimen escópico dominante, reescribiendo lo que se considera deseable, digno o visible. Lo que propone es una genealogía visual alternativa que emerge desde los márgenes y los cuerpos heridos por la historia.

En un momento en que los discursos conservadores buscan reimponer límites sobre los cuerpos y los deseos. Su obra busca incomodar; no pretende ser neutral. Y desde esa posición encarna la potencia de un arte que no teme confrontar, que interroga lo nacional, lo masculino y lo mestizo desde el goce, la herida y la diferencia. Cuenta de una visión integral que entiende la imagen como un dispositivo de poder, y como un campo de resistencia.



