
La obra de Gabriel Orge se despliega como una acción insistente convirtiendo al acto de proyectar imágenes en el espacio público en una operación poética y política, la cual no busca representar a los ausentes, sino hacerlos aparecer. Frente al silencio impuesto por las dictaduras, las democracias represivas y los archivos institucionales fosilizados, su trabajo irrumpe con una visualidad espectral que convierte a la imagen en presencia activa, en interpelación urgente, en señal viva.

A través de la proyección de retratos en paisajes naturales o arquitecturas cargadas de historia —el desierto, la selva, los muros de edificios públicos—, Orge construye una poética de la aparición que subvierte los dispositivos de invisibilización. Las imágenes que utiliza son, en su mayoría, documentos de archivo, imágenes públicas, desgastadas, conocidas o desechadas. Pero su gesto las arranca de la pasividad del pasado para reactivarlas en el presente. Las proyecta —literalmente— como faro, como sombra, como pregunta. El archivo, en sus manos, deja de ser un repositorio para volverse un dispositivo móvil de afecto y denuncia.

La obra no se agota en la imagen proyectada. El acto mismo de intervenir el espacio público —una pared, un árbol, una roca— es performativo. Apareciendo no es un objeto, es un acontecimiento. Algo que sucede, que irrumpe y que interpela. No siempre hay público, no siempre hay exposición posterior. A veces basta con que la imagen se cruce con alguien, que la inquiete, que le despierte una memoria.

El proyecto comenzó como un gesto puntual en el octavo aniversario de la segunda desaparición de Jorge Julio López, y luego creció orgánicamente en resonancia con otros casos de desaparición, mediante las víctimas del terrorismo de Estado, de la violencia patriarcal, del racismo estructural. Orge nos presenta nos revela la masacre indígena, la represión dictatorial, la trata de mujeres, la impunidad contemporánea. Su obra se inscribe así en una genealogía de la violencia sostenida por el Estado y sus formas de borrar, despojar, negar.

Su estética dialoga con las apariciones religiosas, pero en lugar de invocar lo sagrado, lo que aparece es la historia negada. Lo que la fe popular ve como milagro, Orge lo convierte en una metáfora de la memoria viva, en el acto de recordar y resistir.

Proyectar a López en el espacio público, lo hace presente sin estar, flota sobre los muros, se recorta en el paisaje. Así, la imagen deviene fantasma político que se niega a ser olvidado.

El proyecto se complejiza aún más cuando Orge lo expande a otras figuras desaparecidas, como Andrea López, víctima de femicidio y trata. La intervención en su caso implica una lectura interseccional de la desaparición, no solo como crimen de Estado, sino también como resultado de violencias patriarcales y coloniales.

La fotografía, en su trabajo, es un gesto que interroga al tiempo, que suspende la cronología lineal y nos obliga a ver —de nuevo y de otro modo— aquello que el poder quería borrar. En cada intervención, la imagen desaparecida se convierte en pregunta ¿quién falta?, ¿por qué no está?, ¿qué hacemos con su ausencia?

La práctica de Gabriel Orge puede leerse como una contra-arquitectura visual de la memoria. Si la desaparición fue una técnica de Estado, su respuesta es una técnica de la imagen que desnaturaliza el olvido y expone las tramas de violencia que siguen operando. Y lo hace no desde la solemnidad, sino desde la fragilidad, la intemperie, lo efímero. En su obra, la imagen aparece y desaparece.
Apareciendo es un dispositivo afectivo de reconfiguración de lo visible. Una política de la imagen que rechaza el archivo muerto para proponer una memoria viva.